Lo que voy a contarles no me enorgullece. Quizás a ustedes pueda generarles curiosidad, o inclusive simpatía, pero lo cierto, es que a mi me aterroriza de una forma siniestra.
Soy un tipo normal. Una persona de a pié. Con un trabajo y una familia ordinarios, como tantos otros millones en todo el mundo.
Sin brillar, me destaco en lo que hago, caigo bien a la gente con la cual interactuo y voy por la vida con espíritu transparente, tratando de dar lo mejor de mí. Como muchos de ustedes, imagino, me enerva la crítica destructiva y el desgano. Protesto contra todo aquello o aquellos que pretenden un mundo mejor pero que con sus actitudes egoístas practican todo lo contrario. Me gusta pensar que elijo sopesando siempre alternativas que analizo cuidadosamente y que me decido siempre por la que considero más justa, más constructiva y la que en definitiva mi conciencia me dicta como la mejor.
No soy infalible, lo sé. Pero en mi intimidad soy honesto conmigo y eso es lo que busco reflejar con mis actos.
Y todo esto….. ¿a qué viene? Se preguntarán ustedes.
Sucede que el ser humano, por su absoluta diversidad y complejidad, suele no ajustarse siempre a parámetros preestablecidos.
Existen miles de estudios realizados sobre nuestros comportamientos y conductas, pero ¿quién de nosotros puede asegurar lo que hará ante determinadas circunstancias en función de su pasado? ¿Quién puede aseverar, con absoluta certeza, que una persona hará tal o cual cosa sólo por pensar que lo conoce bien?
Ninguno de nosotros está exento de la locura.
Somos máquinas imperfectas. Somos robots que la mayoría de las veces actuamos según las órdenes programadas, pero que inesperadamente podemos ser víctimas fatales de cortocircuitos tanto inexplicables como repentinos.
Ésa es mi historia. La historia que voy a relatarles es mi historia.
Luz
Hasta ese día en la sala de espera del consultorio de mi dentista, yo era un tipo normal, como les dije. Pero algo pasó. No me pidan explicaciones porque no las tenía en ese momento y tampoco las tengo ahora.
La pecera solitaria estaba iluminada por un tubo fluorescente. El único pez del acuario era un escalar, o «pez angel». Se movía sigiloso, elegante y señorial en su propio océano. Era el rey de aquel caudal de agua y sólo algunas plantas naturales y el burbujeo constante y adormecedor completaban el paisaje enmarcado entre aquellas paredes vidriadas.
Me acerqué para observarlo y relajar así mi vista y descansar mis pensamientos. Supongo que ésa fue la intención que tuvieron los que hicieron instalar la pecera en aquella monótona sala de angustiosas esperas.
Y en ese momento sucedió.
Mis manos comenzaron solas a moverse, como gobernadas por una conciencia que no me pertenecía. Tomaron la tapa negra del acuario y la levantaron procurando la máxima discreción. Movieron un cuarto de vuelta el tubo fluorescente y la pecera quedó en oscuridad total en forma instantánea. Mis manos colocaron nuevamente la tapa con la precisión de un relojero que cierra una maquinaria recién reparada. Eso fue todo.
Se los repito: no fui yo. Fueron mis manos. No fue mi voluntad. Fue otra conciencia la que gobernó mis actos.
¿Que pretendía haciendo eso? Pregúntenselo a ese otro. De verdad que no tengo pistas para darles.
Sí puedo compartirles una sensación. Algo en mí resonó con el sabor que resuena la victoria de algo conseguido.
Fue el primer episodio.
Golosinas
Me acerqué a comprar algo en el kiosco.
Compre un chocolate y una tira de chicles. Pregunté cuanto era. Busqué el dinero y lo entregué esperando el vuelto. Y otra vez sucedió lo impensado.
Los tres segundos en que el muchacho del kiosco bajó la cabeza para buscar el dinero fueron suficientes para que mis manos tomaran la iniciativa. Me fui del lugar con más golosinas que las que había pagado.
No se confundan por favor. No se trató de un robo. Ese no es el trasfondo del hecho. Fue un engaño. Un engaño a mi historia, a mi certero futuro, a mi propia mente. Algún circuito fue cableado incorrectamente y la electricidad recorrió un camino que no era el diseñado.
De nuevo el sabor del logro conseguido se escurrió por mi paladar generándome deleite.
Hojas
Me encontraba en una librería. Alejado del lugar de la caja y por ende solitario. Hojeaba ciertos libros, sin buscar algo específico, y de pronto, volvió a suceder. Mis manos cobraron vida y con una precisión quirúrgica arrebataron algunas hojas al azar de uno de esos volúmenes. Nada tenía sentido. Simplemente se aseguraban de que fuera algo sutil, imperceptible para el futuro comprador distraído. Me alejé despavorido, aterrado de mis actos, pero saboreando una suerte de victoria.
Podrán pensar que todo esto que les cuento no es más que un conjunto de hechos aislados, pícaros, mínimos y sin mucha trascendencia. Coincido con ustedes. No hay mucho más que eso. No pasa de ser algo curioso. Ahora bien, éste fue solo el principio de una transformación sistemática que no hacía más que ir creciendo en crueldad y en saña, demostrando el poco control que yo tenía sobre esta situación y sobre mi destino.
Semáforo
Me encontraba esperando la señal del semáforo como para avanzar con mi vehículo. Era una esquina cualquiera. Por el espejo retrovisor alcancé a ver un auto que, enceguecido, aceleraba acercándose velozmente a la esquina. Y miré también a una anciana que estaba a punto de cruzar, pero paciente se detuvo para esperar el siguiente cambio de luces. Si bien mis manos estaban aferradas al volante, decidieron hacer la señal de ceder el paso para que aquella mujer cruzara anticipadamente. La invitaban a su propia muerte. Y ella accedió. No fui yo, insisto. Fueron mis manos. Pero tras esto, como en cada ocasión, al tragar saliva disfrutaba lo ocurrido con una sonrisa cómplice.
En vuelo
Pedí un asiento cualquiera porque pensaba dormir durante las 12 horas que duraba el viaje. Me asignaron ventanilla, al lado de la salida de emergencia, por lo que tenía asegurado estirar mis piernas con total comodidad.
Durante el check-in me habían realizado las preguntas de rigor: si iba acompañado de algún menor: no; si sabía hablar español: sí; si tenía algún impedimento físico que pudiera de algún modo obstaculizar tareas de ayuda ante un eventual hecho de emergencia: no, me encuentro en perfectas condiciones de salud, respondí. Ni el del mostrador de la aerolíneas ni yo, sabíamos en aquel momento del desenlace que implicaba esa azarosa selección.
Dormía ya plácidamente. Estábamos, calculo, en pleno descenso, y todo allá afuera debía estar a oscuras, salvo por las luces no tan lejanas de la pista. Dormía, como les dije, profundamente. Dormir durante un vuelo significó siempre para mí una tarea mucho más sencilla que para el común de los mortales.
Y de pronto, lo impensado una vez más. Sin siquiera abrir los ojos, mi mano derecha se levantó, autómata, y se dirigió pausada pero decididamente al encuentro de la enorme manija roja de la ventanilla y la accionó con un solo movimiento, como si se tratara de algo ensayado cientos y cientos de veces. El resto es sencillamente indescriptible. Caos es la palabra que más se le aproxima. 112 muertos.
Relato
Sé lo que piensan. Que enloquecí. Que soy un típico caso de Dr Jekyll y Mr. Hyde personificado. Pero no. Déjenme decirles que esto no es ficción, no es demencia y puede pasarle a cualquiera de ustedes también. Somos presas del mismo destino. Me atemoriza no ser yo mismo o inclusive no saber cuál es mi propio límite.
Soy el fumador que se siente con todo el poder de dejar el hábito en cualquier momento, pero que en el fondo sabe que el que lleva el control absoluto de todo es el tabaco.
El más reciente de estos episodios ocurrió hace algunos instantes. Siento que es mi deber confesarlo. Y qué mejores testigos que ustedes, a quienes he abierto mi corazón y desnudado mis miserias sin guardarme nada.
Hoy, en horas de la noche, mis manos, como si se tratara de seres con alma propia, tomaron mi celular y comenzaron con frenesí, sin pausa, a escribir una historia. Pero no sólo fueron mis manos. En esta ocasión se sumó también mi cerebro y juntos, construyeron un relato, macabro pero íntegramente ficcional, un relato de un hombre común, cuyas manos actúan por si solas, cometiendo las atrocidades más impensadas.
Y al terminar de escribir esa historia, una vez más, en mi boca sentí el dulce sabor de la victoria.